El dolor de no encontrar justicia: cuando la impunidad se sostiene y el cuerpo no olvida

Sep 9, 2025 | Artículos Periodísticos

Desde hace 18 años, Margarita Arteaga ha buscado justicia. Su hermano, un artesano que recorría el país con mochila al hombro, fue presentado por el Ejército como baja en combate en 2007. El dolor de hallar a un desaparecido, de que le negaran la verdad, de unirse a otras víctimas para tramitarlo y convertirse en el corazón de una familia a la que le quitaron un hijo, son apenas algunos de los daños que la violencia trae consigo antes de enfrentarse a la crueldad de la injusticia.

Margarita Arteaga, hermana de Kemel Arteaga, intervino en representación de las víctimas en audiencia ante la JEP. | Foto: JEP.

Valentina Arango Correa

“¿Por qué le cambiaban la ropa?”, fue la pregunta que ella hizo. Era el primer encuentro privado entre unas 116 víctimas, 21 militares retirados, un exfuncionario del DAS y dos civiles, quienes luego reconocieron su responsabilidad ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) dentro del caso de falsos positivos cometidos en Casanare. Justo esa pregunta. La mayoría de las víctimas vestidas de blanco, menos ella. Usaba una chaqueta negra, de anchas líneas blancas en sus mangas y un logo de Adidas al lado del corazón. Su nombre es Margarita Arteaga, hermana de uno de los 303 campesinos y trabajadores que fueron reportados como guerrilleros dados de baja en combate en ese departamento.

El hermano de Margarita era un artesano que recorría el país vendiendo manillas y collares. Su nombre era Kemel Mauricio Arteaga y fue reportado como muerto el 28 de marzo de 2007 en un supuesto enfrentamiento en la finca El Carajo de Maní (Casanare). Su cuerpo llevaba una chaqueta negra como esa cuando lo exhumaron en marzo de 2011. Por eso, en 2021, cuando Margarita pudo sentarse frente a uno de los exmilitares que le dispararon a Kemel, usó una prenda igual. Desde ese momento, Margarita se enfrentó a un proceso de justicia transicional con una esperanza que ha ido decreciendo, pues abrió nuevas emociones a partir del dolor de la impunidad.

“Uno de los impactos más fuertes que incrementa el sufrimiento emocional es la impunidad. No es algo aleatorio. Está premeditada. Así como la desaparición, también se organiza la obstrucción de la justicia”, explica al respecto Dora Lancheros, psicóloga y exintegrante del equipo psicosocial de la Comisión de la Verdad. Ese fue el escenario que vivió Margarita Arteaga desde 2007, cuando su hermano Kemel, miembro de la cultura punk, fue detenido ilegalmente por el Ejército mientras departía con su amigo Andrés Fabián Garzón en Yopal (Casanare). A ambos los asesinaron, torturaron y desaparecieron.

Desde entonces, la historia de Margarita Arteaga está marcada por una lucha de 18 años que ha transformado sus emociones. Al principio, la angustia y la incertidumbre la consumieron. “Dónde está, buscándolo vivo… porque la búsqueda es como perseguir el viento”, cuenta ella. Durante años, su madre caminó por las calles, pegando carteles con la foto de su hijo desaparecido, hasta que la desesperación afectó gravemente su salud. “Mi mamá ha tenido tres tipos de cáncer y yo diría que es producto de estas angustias”, dice Margarita.

Luego vino un golpe más duro: “Cuatro años después de búsqueda, nos enteramos de que mi hermano ya no estaba vivo y que lo mataron la misma noche que desapareció”. En la primera semana de noviembre de 2010, después de tres años y ocho meses de una búsqueda infructuosa, los padres de Margarita recibieron una llamada. Un abogado desde Yopal (Casanare) les informó que en un expediente de la Justicia Penal Militar había unas fotografías que alguien de la familia debía reconocer. El 17 de noviembre, Margarita y su madre viajaron a la región y, en un batallón del Ejército, recibieron la noticia más dolorosa: Kemel había sido reportado como N.N., dado de baja en combate.

Luego el caso pasó a la justicia ordinaria, y la indignación creció. “Ya hay certezas, pero la rabia y el dolor persisten por el engaño, por lo que ocurrió, por cómo ocurrió, por las circunstancias tan dolorosas”, narra Arteaga. Sin embargo, uno de los momentos más difíciles llegó cuando encontraron el cuerpo de su hermano en una fosa común. Se unieron a la familia de Andrés Garzón y, con autorización del juez, en marzo de 2011, acudieron al cementerio de Maní para exhumar los cadáveres. Allí experimentó otras emociones: “el estupor, la tristeza de ver algunos detalles en el cuerpo, de cómo fue que murió, de la tremenda crueldad que hubo, de unos actos miserables”.

Al respecto, Lancheros explica que: “La desaparición forzada genera un duelo interminable. Es muy difícil cerrarlo porque no hay evidencia física que indique que eso ya sucedió. Por eso, emocionalmente, es de las experiencias más complejas”. Así, con la llegada de la JEP en 2018, el proceso cambió de instancia y la esperanza de esta familia se unió a la expectativa por obtener más verdad, aunque han ido surgiendo frustraciones por la falta de respuestas completas y las medidas restaurativas que no compensan el daño. “Hay escenarios donde las víctimas logran ver al responsable, preguntarle directamente, interpelarlo. A veces no se obtiene toda la verdad, pero emocionalmente se transforma el escenario: ya no es el fantasma, ya no se rumia el pasado de la misma forma”, dice la psicóloga Lancheros.

Para Arteaga, por ejemplo, enfrentarse cara a cara con los responsables en la JEP fue un nuevo desafío emocional. Por eso, llevó una chaqueta idéntica a la que le pusieron a su hermano cuando lo asesinaron y la usó como símbolo de confrontación. “Yo tenía que hacerles saber que yo soy la hermana de quién y que esto ha sido tremendamente doloroso”. Luego fue la audiencia pública de septiembre de 2023, que tampoco trajo alivio. “La gente salió enferma, la gente salió mal. No volvieron a dormir, tuvieron problemas psicológicos, problemas de salud mental”, relata recordando las sensaciones que las demás víctimas que conoció durante ese nuevo proceso judicial.

Desesperanza aprendida

En Colombia, la falta de justicia ha tenido un impacto devastador en la salud mental de muchas víctimas. La Liga de Mujeres Desplazadas, creada en 1999 en Cartagena, fue el primer colectivo en denunciar la feminización del desplazamiento forzado y la violencia sexual en el marco del conflicto armado. Bajo el liderazgo de Patricia Guerrero, su proyecto más emblemático fue Ciudad de las Mujeres, una urbanización en Turbaco (Bolívar) destinada a brindar vivienda digna a mujeres víctimas del desplazamiento. Pero la iniciativa, en lugar de recibir respaldo estatal, desató una oleada de violencia contra la organización: ataques, amenazas y el incendio de su centro comunitario en 2007. Sin garantías por parte del Estado, la Liga acudió a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que en 2009 le otorgó medidas cautelares para su protección.

Ese abandono institucional no solo dejó marcas en lo político. También cobró vidas. La lideresa Guerrero ha denunciado que al menos diez mujeres de la Liga han muerto, por lo que la neuropsicología llama “desesperanza condicionada o aprendida”: el deterioro progresivo de la salud ante la ausencia de expectativas reales de una vida sin violencia. Juana Brugman, neuropsicóloga de la Universidad de Ámsterdam y profesional en salud mental de la Liga, lo explicó así ante la CIDH: “La ausencia de esperanza, de una vida libre de violencia, de enfermedad y miseria […] se desarrolla cuando una situación adversa se experimenta como incontrolable. El estrés continúa y se agudiza mientras se percibe un nuevo acto de repetición de hechos violentos”.

Dora Lancheros amplía: “La violencia busca dejar un mensaje. Si el Estado no logra desinstalar ese mensaje, si no hay un lenguaje que restituya los derechos, el trauma se perpetúa. Por eso, la polarización y la negligencia institucional agravan el daño”. Ese trauma no es individual ni excepcional. Según el estudio Salud Mental en el Postconflicto en Colombia, liderado por el profesor Diego Mauricio Aponte, docente de la Universidad Externado, y desarrollado en alianza con la ONG danesa DIGNITY, más del 30 % de la población víctima —de un total de 9.882.219 personas reconocidas en el Registro Único de Víctimas (RUV)— presenta síntomas de ansiedad, depresión y estrés postraumático. La investigación, realizada en 15 municipios de cinco departamentos, reveló además altos índices de ideación suicida, dificultades en el acceso a servicios de salud mental y el impacto acumulado de la multivictimización sobre el tejido social.

Frente a ese deterioro sostenido, la psicología ha planteado el concepto de crecimiento postraumático. No basta con resistir; se trata de transformar el dolor en acción. “La posibilidad de hacer algo con eso, de hacer algo para que otros no tengan que pasar por esa situación, es muy interesante”, explica una de las psicólogas del estudio, subrayando que muchas víctimas encuentran allí el impulso para seguir. Una de las claves de ese proceso es el vínculo con otros. “Muchos testimonios muestran que pensar en que a otros no les pase lo mismo funciona como un motor para salir de situaciones de mucho infierno a nivel personal”, afirma. La solidaridad, la memoria y la apuesta por la no repetición permiten resignificar lo vivido y reconstruir identidades fracturadas.

La salida colectiva del dolor

El acompañamiento terapéutico individual puede ser valioso, pero no siempre está al alcance de todas las víctimas, especialmente cuando la escala del daño es masiva. En esos casos, los espacios colectivos se vuelven vitales. “Los espacios colectivos generalmente tienen esa función de establecer conexiones cuando se han perdido”, explica Ticiana Palumbo, experta psicosocial de Justice Rapid Response, organización internacional que apoya procesos de justicia con enfoque en derechos humanos. “La salida es comunitaria porque implica que la comunidad les dé ese espacio”.

Margarita lo ha vivido así. Su dolor encontró eco en el de otras mujeres, otras familias, otros rostros atravesados por las mismas mentiras y el mismo silencio. Por eso sigue. Por su hermano, por su madre, por esas mujeres que un día se convirtieron en su reflejo. “En la lucha de cada una, veo la de mi mamá, caminando 14 horas al día, sin detenerse”. Aunque la rabia no se ha ido —“todavía está, el dolor, la frustración del engaño”—, ha encontrado fuerza en esa red que la sostiene. “Lo que me inspira son ellas, esas mujeres valientes, dignas. Porque en ellas veo a mi mamá cuando buscaba y buscaba y no se detenía”.

Palumbo insiste en que la reconstrucción emocional no puede depender únicamente de los individuos. “Cuando las comunidades logran procesar esto traumático y darle el lugar que corresponde, eso puede generar otra mirada, una mirada más empática, más de responsabilidad colectiva”. Y Lancheros completa: “La violencia también tiene una intencionalidad de fracturar los lazos comunitarios. […] Cuando se le apuesta a lo colectivo, allí hay posibilidad de restablecer lo que la violencia rompió”. Por su parte, Margarita ha sostenido la lucha con el cuerpo, con la voz, con la memoria. A veces con rabia, otras con la fuerza que queda cuando todo ha sido devastado. Su búsqueda se sostiene y hoy camina junto a otras que también se quedaron esperando una explicación que todavía no ha llegado.