Los peligros del odio disfrazado de opinión política
Análisis de las declaraciones de la “exseñorita” Antioquia y lo que revelan sobre los límites —y los peligros— del lenguaje político en Colombia.
Claudia Cadavid Echeverri
Socióloga, Mag. Comunicación y Opinión Pública.
cpatricia.cadavid@udea.edu.co
El pasado 28 de octubre, la “exseñorita” Antioquia emitió un comunicado a la opinión pública en el que afirmó hablar “con la verdad, sin libreto y sin corona”. En este se autodefine como una mujer “con criterio, con una trayectoria de activismo cívico y con una voz política…”.
De acuerdo con Duncan (2024), el activismo cívico puede entenderse como “cualquier acción individual con consecuencias sociales. Gran parte de él implica actividad colectiva, incluyendo la participación en grupos religiosos o asociaciones vecinales, organizaciones de productores y sindicatos, grupos de ahorro y préstamo comunitarios [cooperativas] y sociedades funerarias, entre otros”*. Su función, añade el autor, es fortalecer la confianza y la cooperación entre la sociedad civil y las instituciones.
A la luz de esta definición, surge una pregunta inevitable: ¿qué tiene que ver el activismo cívico con incitar a la violencia o al exterminio del otro? En otras palabras, ¿cómo se relaciona con la apología al delito?
Laura Gallego, “exseñorita” Antioquia, sostiene que “se han señalado mis posturas políticas como si pensar, opinar y defender mis principios fuera incompatible con ser reina”. Pero, ¿cuáles son esos principios? ¿Defender el exterminio del contradictor político puede considerarse un principio?
En Colombia, históricamente se ha estigmatizado, desaparecido y hasta exterminado a quienes piensan diferente —miembros de la Unión Patriótica, A Luchar, Esperanza, Paz y Libertad, y más recientemente del partido Comunes—. Y en este caso al Pacto Histórico. Por ello, hacer apología a la violencia no puede verse como una simple “postura política”. En una democracia, el otro que piensa distinto no es un enemigo: es un contendor político.
Lo expresado por Laura Gallego resulta preocupante porque refleja, sin tapujos, la manera en que ciertos sectores económicos y políticos continúan reproduciendo discursos de odio. Además, instrumentaliza el feminismo para justificar su postura, como cuando afirma que “las mujeres somos mucho más que una cara bonita o un vestido elegante (…). Una sociedad que pretende reducirnos al silencio por pensar diferente perpetúa la misma estructura de sometimiento”.
Por supuesto que somos mucho más que eso. El feminismo —desde sus orígenes— ha promovido el cuidado de la vida, la preservación de la humanidad y la búsqueda de igualdad y justicia social.
Una sociedad que pretende asesinar o silenciar al que piensa diferente no solo perpetúa la misma estructura de sometimiento, sino que renuncia a su posibilidad de democracia.
Si conectamos estos discursos con hechos recientes, como el del concejal de Medellín, Andrés Rodríguez, saliendo con un bate a amedrentar a manifestantes, vemos cómo el odio se traduce en acciones violentas. Estos “principios” coinciden con lo que en el mundo sé reconoce como expresiones neofascistas, los cuales actualizan viejos discursos de odio bajo nuevas formas de legitimación social.
En un país que busca construir paz y ensayar la no violencia como horizonte posible, discursos como estos deben encender todas las alarmas. No podemos normalizar que figuras públicas y “líderes” de opinión promuevan históricas prácticas de exterminio que han victimizado a miles en Colombia, desde la guerra de los Mil Días hasta nuestros días.
Por eso, defender la palabra también es un acto político. La comunicación tiene el poder de reproducir la violencia o de transformarla. Apostar por el lenguaje de la vida, por la empatía y el disenso respetuoso, no es ingenuidad: es una manera concreta de construir democracia. Si queremos una sociedad más justa, debemos comenzar por desmontar los discursos de odio y reemplazarlos por narrativas de cuidado, memoria y paz.