Adiós al caos de Caos en la UdeA
La papelería más antigua de la Universidad de Antioquia cerró el pasado 25 de julio. Fueron 48 años, marcados por los momentos más violentos y más esperanzadores en la universidad, que finalmente acabaron ante un estancamiento económico y un cambio social donde, al parecer, no hay lugar para el caos del papel.

Los últimos días de Caos en la UdeA. | Foto: Valentina Arango Correa.
Valentina Arango Correa
Óscar Jacobo de León del Valle se mueve entre cajas, carpetas viejas, cartones rotulados a mano. Se agacha, se levanta. “Estoy recogiendo. Es que esa desarmada…”, dice con una mezcla de cansancio y ternura. Hace 48 años abrió un local en la plazuela Fernando Barrientos de la Universidad de Antioquia. Lo llamó “Caos”. Hoy lo entrega. “Esto ya no da”, sentencia, como algo que ya fue, que no necesita de duelo, sino la simpleza de la resignación. Mientras señala un pedazo de cartón, rasguñado y escrito a mano con marcador: “Gastos (…) Ingresos (…) No da. Por ningún lado da”. Ni descuentos, ni rebajas en el arriendo, ni los servicios. “¿A quién le vendemos?”.
Las épocas han cambiado. La virtualidad, dice Óscar, ha hecho que los estudiantes compren menos papel, los colores pasaron a ser lápices digitales, los cuadernos ahora son tabletas livianas, las carpetas almacenan archivos infinitos en nubes computarizadas, y los pasillos llenos de estudiantes han sido reemplazados por un sinnúmero de ofertas gastronómicas. “Muchos egresados no les provoca venir. Hoy me llamó uno de Panamá: ‘No me provoca ir a esa cochinada de antro que quedó en la universidad con todas las ventas. Eso no es la universidad que yo viví’”, expresa con un poco de sinsabor.
Mientras conversamos en una mesa frente al negocio que hoy tiene menos caos del de siempre, llegan algunos estudiantes, piden pastillas, cajas de colores, velas de cumpleaños, papel higiénico. Algunos se van con las manos vacías: ya casi todo se lo ha llevado. Él responde con afecto, les dice que ya no hay. El espacio que antes ocupaban cajas llenas de cartulinas, hojas iris y una estructura llena de cualquier artilugio estudiantil, ahora es solo el fondo de piedras, ladrillos y el mismo cemento que estuvo desde que construyeron esos locales. La sensación de vacío es evidente. Un par de mujeres se acercan y le agradecen por tantos años en la U. Detienen sus rostros ante el pequeño letrero rojo que anuncia su despedida. Luego, no queda más que el recuerdo.
Los papeles, como las anécdotas, aparecen de a poco. En su voz hay precisión, ironía y una memoria intacta. “Yo soy Óscar Jacobo de León del Valle. Estudié en el Liceo Antioqueño, me gradué en el 72. (…) De ahí ingresé a la Universidad”. La historia de Caos empieza por necesidad, no por vocación empresarial ni mucho menos por moda. “En ese tiempo no había emprendimiento. Lo que había era hambre”, recuerda. Junto a su amigo Carlos Ordoñez, decidió participar en la licitación de ocho locales nuevos en la UdeA. A ellos les adjudicaron el número siete.
“Presentamos la licitación como decía mi profe Walter Arrubla: ‘Uno responde como le preguntan’. Y funcionó. A Carlos le parecía raro, pero ganamos”. Luego vino el nombre. En un almuerzo con la familia de Carlos, Óscar lanzó palabras al aire: “Necesito un nombre que sea despelote, desorden, locura, mierdero…”. La mamá de Carlos intervino desde la cocina: “Ya le tengo el nombre: el Caos”. Y así quedó.
Primero vendían implementos deportivos, mochilas, cuadernos. Después todo lo demás: alquilaban batas de laboratorio, vendían cepillos de dientes, plastilina, botones, velas. “Yo no sabía qué iba a vender, pero si me lo pedían hoy, mañana lo tenía”. En eso consistía su lógica: satisfacer la necesidad sin tanto estudio de mercado. Un día, alguien le pidió un solo cordón de zapato. Su socio protestó: “¡Eso viene por pares!”. Óscar no dudó: “No importa. Si necesita medio, le vendo medio”. Y remató: “Pobres los hijueputas mochos, porque tienen un pie y tienen que comprar un par”. Así era el caos.
Con los años llegaron otras iniciativas: el Club de Ciclismo de la U, la Federación de Egresados, el programa de egresados. “Esos son mis hijos también”. Pero los años pasaron, y con ellos la virtualidad, la soledad, el cambio de época. “Esta virtualidad nos mató a todos. Estudiantes, profesores, empleados… La soledad es muy grave. Antes venía gente. Hoy, mire la hora que es. ¿Cuántos han entrado? Ni diez”. Antes de pandemia, ir a caos implicaba hacer fila. Ya ni eso.
Afuera del local ya no hay plomo, pero Óscar recuerda haber recogido proyectiles después de los enfrentamientos entre frentes de encapuchados con el Esmad de la Policía y hasta de grupos armados que en los años 80 almacenaban armamento en la U. Recuerda también a los rectores que pasaban a saludar, a preguntar: “¿Qué hay de nuevo?”. A Toño Mesa, a Jorge Pérez, a tantos. Vio pasar la muerte de otros tenderos, profesores y estudiantes asesinados, como el de Fernando de Jesús Barrientos Rodríguez, el 8 de junio de 1973, el mismo que nombraría esa Plazoleta que hoy despide la pequeña pero ampliamente surtida papelería de Óscar.
Recientemente, lo administrativo también pesó. “Aquí hay unos que tienen todos los derechos y a nosotros nos tocan todas las obligaciones”. Cuando pidió la ampliación del local, le respondieron con una fórmula burocrática que hoy repite con desgano: “Mándame una cartica”. La misma frase una y otra vez. Hasta que decidió irse. “Ya no escribo una carta más. Me voy”, insiste. Le pregunto qué fue lo más valioso de ese espacio. No duda: “Poder servir. El eslogan mío es ‘donde encuentro soluciones’. Creo que lo cumplí. Me he equivocado, claro, pero me siento tranquilo. Salgo por cualquier lado con la cabeza en alto”. El local terminó por nombrarlo a él también, ser parte de sí: “Todo el mundo me dice Caos. Ya mi nombre pasó a un segundo plano”.
Entre cajas, se sostiene intacto el cartel del aviso, aun con unos cuantos retoques de pintura blanca y roja. “Ese aviso lo mandé a pintar hace 48 años con pintura para automóviles. Aún está ahí. Porque me ha gustado que las cosas sean duraderas”, cuenta. Ahora, le quedan sobres hechos a mano por él mismo, tijeras, recuerdos. Hay quienes se acercan, miran el cartel, le agradecen, y se van. Óscar, mientras tanto, siguió sentado, sacando las últimas cuentas con el marcador en un cartón. “Esto ya no da”, repite. No hay dramatismo. Solo el gesto natural de quien se despide de algo que construyó con las manos, sin marketing ni estrategia, pero con obstinación. Lo que fue Caos, cabe en una caja. O en muchas. Pero sobre todo, en la memoria de quienes alguna vez lo necesitaron y siempre lo encontraron.